sábado, 9 de enero de 2010

Another Day

La novela continúa. En todo caso, me salté varios días:

12


Vi al vagabundo cerca de mi nueva casa. De mi departamento. Lo divisé en la esquina, mientras bajábamos las cajas con libros y ropas del jeep de mi amigo Hernán Caffiero. Hernán sigue siendo mi amigo, pese a que abandoné hace tiempo el proyecto de película que estábamos escribiendo juntos. Lo dejé por el mismo periodo en que descubrí a los otros 2 Simón Soto. Ni siquiera lo pensó cuando le conté que necesitaba trasladar mis cosas al departamento.

Ahora que lo pienso, el descubrimiento de Simón Soto y Simón Soto coincidió con la aparición de Raúl Soto, mi hermano mayor.
Hermano, o hermanastro.

La primera vez que supe de la existencia de Raúl fue cuando falleció mi abuelo paterno, Raúl Soto, llamado igual que mi padre e igual que el hijo de mi padre.
La segunda vez que Raúl reapareció en mi vida fue hace 5, 6 ó 7 años, no lo recuerdo con claridad. Como acostumbrábamos con mi padre, ese domingo invernal salimos a las 10:00 de la mañana de la casa y nos fuimos caminando hasta el Persa Arrieta, que parte en Tobalaba con Arrieta y se extiende por varias cuadras, dibujando un mapa desordenado de vendedores ambulante, gente con más o menos oficio en la venta de cosas usadas, hombres duchos en conseguir los más insólitos cachureos al mejor precio o padres de familia de clase media en problemas, que van allí un domingo por la mañana para vender alguna pertenencia que les permita sortear más tranquilos la semana entrante. La costumbre, mi padre la heredó, a su vez, de mi abuelo, que lo llevaba al mercado persa de Avenida Pedro Montt, en Valparaíso, en los años de la infancia de mi padre, transcurridos en el puerto. En Santiago, mi abuelo descubrió el persa Bío-Bío, que si bien distaba bastante del persa porteño, servía para suplir las carencias del domingo por la mañana. Mi abuelo se había venido a Santiago para instalar un taller mecánico, que años después heredó mi padre; el taller ubicado en Simón Bolívar con Palmas de Mallorca aún funciona. Sólo mi padre trabaja ahí, aunque a veces mi tío se aparece y utiliza por algunos días las dependencias para arreglar el sistema eléctrico de algún vehículo o simplemente para pedirle ayuda a mi padre para solucionar los problemas de su propio vehículo.
No tengo recuerdos de las compras que hicimos ese día, pero todo indica que sobrepasaban nuestra capacidad de transporte. Por eso tomamos un taxi. Mi padre hizo parar con la mano en alto un viejo Lada. Por fuera se veía bastante desmejorado. Por dentro comprobamos que el vehículo había sido muy descuidado por su dueño. Un hombre delgado, canoso, con gafas oscuras y de unos 45 años nos preguntó adónde nos dirigíamos. Simón Bolívar con Palmas de Mallorca, dijo mi padre. El hombre prendió el taxímetro y se dedicó, los primeros metros, a observarnos a mi padre y a mí a través del espejo retrovisor. Noté que el hombre dejó de mirarme para concentrarse en mi padre. En el rostro de mi padre. ¿Todavía tiene el taller, maestro Soto?, dijo el hombre, esbozando una leve sonrisa que yo de inmediato codifiqué como cínica, una mueca algo deforme e irrisoria que me produjo un estado de perplejidad que únicamente puedo identificar como eso: perplejidad. Como si de pronto, y transportados por los movimientos faciales del taxista, nos hubiéramos movido a otro lugar, a otra ciudad, a las calles de un Santiago paralelo, una urbe situada en otra dimensión. Noté que mi padre se puso incómodo (eso denotaba su cuerpo, los movimiento casi imperceptibles que mi padre describió sentado en el taxi) y le respondió al hombre con un simple sí, todavía tengo el taller. El hombre asintió y luego prendió la radio. Sintonizó una emisora que pasaba música chilena de los sesenta, la Nueva Ola. La voz de Cecilia a bajo volumen. ¿Y todavía toca el bajo?, preguntó el hombre. Sí, respondió mi padre, aún más incómodo. Sabe, dijo el hombre, el otro día vi a su mujer. Me volví a mirar a mi padre, su rostro de perfil recortado contra los blocks de Arrieta. Por la cresta la mujer mala, dijo el taxista. Al instante supe que no hablaba de mi madre. Que hablaba de la madre de Raúl, pero incluso la existencia de mi hermano, en esa época, era difusa, como una vieja película de Tardes de Cine. Me tomaron en el Centro, siguió diciendo el taxista, y los llevé hasta una casa en Avenida Matta. Iba con el hermano; puta madre, ese huevón sí que es malo, jefe. Creo que hace magia negra. Es brujo. Siempre estuvo metido en esas huevadas. Me quedé en silencio, mirando a mi padre y luego el rostro del taxista reflejado en el retrovisor. La mueca permanecía ahí, observando a través de las gafas oscuras y gracias al espejo a mi padre, que seguía callado, con la vista fija en la ventana. En esos momentos pasábamos por el parque Tobalaba, entre la avenida y el canal San Carlos. Recordé las numerosas personas que se habían quitado la vida en ese canal, casi todas cuando yo era niño. Las noticias de los muertos en la televisión y las imágenes del canal, totalmente seco, y los policías buscando cadáveres. También se me vino a la cabeza la imagen de una chica de mi colegio que se había lanzado hace varios años al San Carlos. Era tímida y muy bella, tenía una melena que le llegaba hasta los hombros e iba dos cursos más abajo que yo. Algunas veces hablé con ella. Tocaba guitarra y pasaba los recreos practicando rasgueos y hablando con el profesor de música. Fue la primera persona conocida que se suicidó. Dicen que cuando la encontraron el cuerpo estaba irreconocible. Los daños causados por la fuerza de la corriente y las piedras dejaron en shock a la familia. Las ramas le destrozaron el rostro, dejándola deforme. Todas las extremidades se quebraron en varias partes. La autopsia reveló que tenía varios meses de embarazo. Se rumoreaba que el padre era el profesor de música.
Mi padre seguía allí, en el taxi, distrayendo la mirada con los sauces y eucaliptos que crecen a la orilla del San Carlos. ¿Y el cabro suyo?, dijo el taxista. No sé, respondió mi padre, no sé nada de él. Dicen que se fue a Japón, que se casó con una chinita, que tuvo mellizos, dijo el taxista. Mi padre no le respondió. Desordenado el cabro, dijo el taxista, igual que la madre. Algunos minutos después llegamos a Simón Bolívar con Palmas de Mallorca. Nos detuvimos frente a mi casa. Son mil trescientos, dijo el taxista. Mi padre sacó el dinero y le pagó. El hombre detuvo el taxímetro. Hasta luego, maestro Soto, dijo el taxista, sin abandonar en ningún momento la mueca. Mi padre se despidió haciéndole un gesto con la cabeza, sin decirle nada. Antes de entrar a la casa le pregunté a mi padre quién era ese hombre, de dónde lo conocía, a qué se refería con todo lo que había dicho. Nadie, me respondió mi padre, no me acuerdo de ese gallo.
No sé por qué mi papá no quiso hablarme de Raúl, ni de su ex mujer.
Es imposible seguir en silencio.
Es imposible olvidar la muerte de Simón Soto y Simón Soto.
Y la reaparición de mi hermano, o hermanastro.

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