martes, 19 de enero de 2010

2010

En los programas televisivos oficializan el triunfo de Sebastián Piñera, el candidato representativo de la extrema derecha chilena. Él y sus partidarios apoyaron y tuvieron una participación activa en la dictadura militar. Piñera, en particular, se enriqueció en este periodo. Digamos que nunca fue un hombre de clase media que a punta de trabajo y esfuerzo hizo fortuna. Digamos que su fortuna es en gran parte heredada. Digamos que su dinero, todos esos millones, se han construido en base a la especulación. Son dineros que no existen pero que Piñera utiliza a modo de supuestos para moverlos en distintos mercados. La especulación, esa misma que practicó el electo presidente, fue la culpable de la reciente crisis económica mundial.


Hoy ha sido un día incómodo. Salí en la mañana a recorrer las calles en bicicleta. Calles del barrio alto. Calles recorridas por autos plateados y brillantes. Enormes 4x4 peleándose un espacio de asfalto. Un tipo en un vehículo grandee intentó pasar por encima de mí. Le grité “para la huevá facho culeado”. El tipo negó con la cabeza. No pude ver su rostro porque llevaba unas gafas oscuras, unas gafas similares a las que usan tantos tipos similares en tantos vehículos similares. Los mismos que celebraron en la Alameda animados por un sujeto que participó en los cumpleaños de Pinochet. Los mismos que no tienen problemas para retar a la cajera del supermercado o ningunear a la persona que los atiende en el Burger King, donde compran hamburguesas para sus hijos. Los mismos que hablan de emprendimiento e innovación, los mismos que se avergüenzan de haber nacido en La Florida o Maipú, los mismos que se compran un set de golf, aunque aún no los aceptan en el club. Los mismos que van sábado y domingo al mall a pasear a sus esposas. Los mismos que no tienen bibliotecas en sus casas. Los mismos que compran inmensos televisores planos, los mismos que hablan de gobierno militar y no de dictadura, los mismos que creen que ese periodo de la historia chilena es pasado y por lo tanto es añejo referirse a él, los mismos que admiran a Piñera porque es millonario y sólo por eso.
Esos, esos tipos similares al chuchadesumadre que el domingo en la mañana casi me atropella, son lo que representa el Chile que imagina Piñera. Estamos llenos de esos. Y, siento, lo estaremos aún más.

jueves, 14 de enero de 2010

Impersonalidad y Álvaro Corbalán

Son las 10 de la noche. Dicen que el calor sobrepasó todos los límites. 35 ó 36 grados. No lo sé. He estado gran parte del día trabajando en la planificación del ramo de guión cinematográfico que impartiré el próximo año. Es extraño volver a escribir específicamente para este blog. Es como volver a subirse a una bicicleta después de mucho tiempo sin pedalear. Una sensación de desdoblamiento me invade desde hace días, o semanas, o tal vez meses. Quizás esa especie de impersonalidad del yo que se expresa de manera física esté relacionada con la escritura. Ya no me desempeño en ninguna agencia publicitaria. Ya no hago las veces de redactor creativo. Ahora sólo me dedico a la literatura y a la escritura audiovisual y al desarrollo de proyectos culturales y próximamente, en los meses que siguen para ser exacto, a la docencia. Son todas cosas que están relacionadas a mí hace años. Pero nunca las había desempeñado a cabalidad, salvo la literatura. Esto se parece a saltar de un puente sin ningún tipo de protección.
Sólo que yo nunca he saltado de un puente.

La extrañeza, la impersonalidad, también la identifico con la investigación que estoy realizando sobre Alvaro Corbalán. Acercarse al horror nos vuelve frágiles. Nos habla de la monstruosidad y de la miseria de los seres humanos. El horror deja de aparecer en la televisión y en los diarios y se instala en la memoria colectiva. Como una señal en la carretera, un enorme cartel publicitario que es imposible obviar. Está ahí. Miramos para el lado, pero el cartel está ahí, observándonos, haciendo sombra, dejándonos por unos breves instantes sin luz, en la oscuridad más absoluta. La oscuridad y sólo a unos metros el pasto y el sol y los brillos de los vehículos.

Para terminar, una historia que no es demencia. Una historia que es sinónimo de la condición humana trastocada y deforme: Los esbirros de la CNI allanan una población. Buscan a un dirigente comunista o a un miembro del MIR. Derriban puertas, golpean niños y mujeres, patean ancianos. De pronto dan con la casa del dirigente. Destruyen sus pertenencias buscando algo que implique al hombre o su familia en procesos subversivos. Sólo encuentran a un joven, a un muchacho, el sobrino o el hijo del dirigente. Lo golpean y sin mediar explicación, se lo llevan detenido. En el auto le preguntan dónde está el dirigente. El muchacho, golpeado, no atina a responder. Los agentes de la CNI lo golpean más. El muchacho intenta protegerse. El tipo que maneja le pregunta cómo se llama. El muchacho responde “Jesús, me llamo Jesús”. Los agentes se miran entre sí. Se ríen. “Entonces vai a morir como Jesús, conchadetumadre”, le dice uno de los agentes. De ahí todo es risas. Y oscuridad y calles mal iluminadas.
La periferia de Santiago.
Un peladero.
Al día siguiente encontraron al muchacho. Estaba torturado, mutilado y crucificado. Nadie respondió por su muerte.
Quizás la única respuesta que aún resuena es la risa de los agentes de la CNI.

martes, 12 de enero de 2010

Cita de Droguett, tan pertinente en estos oscuros días

“La única antología que podríamos hacer ahora de Chile, creo que ya te la dije, es la antología de asesinos, de soplones, de traidores, de aventureros. Y podemos citar a algunos, pero los asesinos son tan conocidos, tan al alcance de cualquier persona…”


Carlos Droguett, del libro Sobre la ausencia.

sábado, 9 de enero de 2010

Another Day

La novela continúa. En todo caso, me salté varios días:

12


Vi al vagabundo cerca de mi nueva casa. De mi departamento. Lo divisé en la esquina, mientras bajábamos las cajas con libros y ropas del jeep de mi amigo Hernán Caffiero. Hernán sigue siendo mi amigo, pese a que abandoné hace tiempo el proyecto de película que estábamos escribiendo juntos. Lo dejé por el mismo periodo en que descubrí a los otros 2 Simón Soto. Ni siquiera lo pensó cuando le conté que necesitaba trasladar mis cosas al departamento.

Ahora que lo pienso, el descubrimiento de Simón Soto y Simón Soto coincidió con la aparición de Raúl Soto, mi hermano mayor.
Hermano, o hermanastro.

La primera vez que supe de la existencia de Raúl fue cuando falleció mi abuelo paterno, Raúl Soto, llamado igual que mi padre e igual que el hijo de mi padre.
La segunda vez que Raúl reapareció en mi vida fue hace 5, 6 ó 7 años, no lo recuerdo con claridad. Como acostumbrábamos con mi padre, ese domingo invernal salimos a las 10:00 de la mañana de la casa y nos fuimos caminando hasta el Persa Arrieta, que parte en Tobalaba con Arrieta y se extiende por varias cuadras, dibujando un mapa desordenado de vendedores ambulante, gente con más o menos oficio en la venta de cosas usadas, hombres duchos en conseguir los más insólitos cachureos al mejor precio o padres de familia de clase media en problemas, que van allí un domingo por la mañana para vender alguna pertenencia que les permita sortear más tranquilos la semana entrante. La costumbre, mi padre la heredó, a su vez, de mi abuelo, que lo llevaba al mercado persa de Avenida Pedro Montt, en Valparaíso, en los años de la infancia de mi padre, transcurridos en el puerto. En Santiago, mi abuelo descubrió el persa Bío-Bío, que si bien distaba bastante del persa porteño, servía para suplir las carencias del domingo por la mañana. Mi abuelo se había venido a Santiago para instalar un taller mecánico, que años después heredó mi padre; el taller ubicado en Simón Bolívar con Palmas de Mallorca aún funciona. Sólo mi padre trabaja ahí, aunque a veces mi tío se aparece y utiliza por algunos días las dependencias para arreglar el sistema eléctrico de algún vehículo o simplemente para pedirle ayuda a mi padre para solucionar los problemas de su propio vehículo.
No tengo recuerdos de las compras que hicimos ese día, pero todo indica que sobrepasaban nuestra capacidad de transporte. Por eso tomamos un taxi. Mi padre hizo parar con la mano en alto un viejo Lada. Por fuera se veía bastante desmejorado. Por dentro comprobamos que el vehículo había sido muy descuidado por su dueño. Un hombre delgado, canoso, con gafas oscuras y de unos 45 años nos preguntó adónde nos dirigíamos. Simón Bolívar con Palmas de Mallorca, dijo mi padre. El hombre prendió el taxímetro y se dedicó, los primeros metros, a observarnos a mi padre y a mí a través del espejo retrovisor. Noté que el hombre dejó de mirarme para concentrarse en mi padre. En el rostro de mi padre. ¿Todavía tiene el taller, maestro Soto?, dijo el hombre, esbozando una leve sonrisa que yo de inmediato codifiqué como cínica, una mueca algo deforme e irrisoria que me produjo un estado de perplejidad que únicamente puedo identificar como eso: perplejidad. Como si de pronto, y transportados por los movimientos faciales del taxista, nos hubiéramos movido a otro lugar, a otra ciudad, a las calles de un Santiago paralelo, una urbe situada en otra dimensión. Noté que mi padre se puso incómodo (eso denotaba su cuerpo, los movimiento casi imperceptibles que mi padre describió sentado en el taxi) y le respondió al hombre con un simple sí, todavía tengo el taller. El hombre asintió y luego prendió la radio. Sintonizó una emisora que pasaba música chilena de los sesenta, la Nueva Ola. La voz de Cecilia a bajo volumen. ¿Y todavía toca el bajo?, preguntó el hombre. Sí, respondió mi padre, aún más incómodo. Sabe, dijo el hombre, el otro día vi a su mujer. Me volví a mirar a mi padre, su rostro de perfil recortado contra los blocks de Arrieta. Por la cresta la mujer mala, dijo el taxista. Al instante supe que no hablaba de mi madre. Que hablaba de la madre de Raúl, pero incluso la existencia de mi hermano, en esa época, era difusa, como una vieja película de Tardes de Cine. Me tomaron en el Centro, siguió diciendo el taxista, y los llevé hasta una casa en Avenida Matta. Iba con el hermano; puta madre, ese huevón sí que es malo, jefe. Creo que hace magia negra. Es brujo. Siempre estuvo metido en esas huevadas. Me quedé en silencio, mirando a mi padre y luego el rostro del taxista reflejado en el retrovisor. La mueca permanecía ahí, observando a través de las gafas oscuras y gracias al espejo a mi padre, que seguía callado, con la vista fija en la ventana. En esos momentos pasábamos por el parque Tobalaba, entre la avenida y el canal San Carlos. Recordé las numerosas personas que se habían quitado la vida en ese canal, casi todas cuando yo era niño. Las noticias de los muertos en la televisión y las imágenes del canal, totalmente seco, y los policías buscando cadáveres. También se me vino a la cabeza la imagen de una chica de mi colegio que se había lanzado hace varios años al San Carlos. Era tímida y muy bella, tenía una melena que le llegaba hasta los hombros e iba dos cursos más abajo que yo. Algunas veces hablé con ella. Tocaba guitarra y pasaba los recreos practicando rasgueos y hablando con el profesor de música. Fue la primera persona conocida que se suicidó. Dicen que cuando la encontraron el cuerpo estaba irreconocible. Los daños causados por la fuerza de la corriente y las piedras dejaron en shock a la familia. Las ramas le destrozaron el rostro, dejándola deforme. Todas las extremidades se quebraron en varias partes. La autopsia reveló que tenía varios meses de embarazo. Se rumoreaba que el padre era el profesor de música.
Mi padre seguía allí, en el taxi, distrayendo la mirada con los sauces y eucaliptos que crecen a la orilla del San Carlos. ¿Y el cabro suyo?, dijo el taxista. No sé, respondió mi padre, no sé nada de él. Dicen que se fue a Japón, que se casó con una chinita, que tuvo mellizos, dijo el taxista. Mi padre no le respondió. Desordenado el cabro, dijo el taxista, igual que la madre. Algunos minutos después llegamos a Simón Bolívar con Palmas de Mallorca. Nos detuvimos frente a mi casa. Son mil trescientos, dijo el taxista. Mi padre sacó el dinero y le pagó. El hombre detuvo el taxímetro. Hasta luego, maestro Soto, dijo el taxista, sin abandonar en ningún momento la mueca. Mi padre se despidió haciéndole un gesto con la cabeza, sin decirle nada. Antes de entrar a la casa le pregunté a mi padre quién era ese hombre, de dónde lo conocía, a qué se refería con todo lo que había dicho. Nadie, me respondió mi padre, no me acuerdo de ese gallo.
No sé por qué mi papá no quiso hablarme de Raúl, ni de su ex mujer.
Es imposible seguir en silencio.
Es imposible olvidar la muerte de Simón Soto y Simón Soto.
Y la reaparición de mi hermano, o hermanastro.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El comienzo de una novela (de una posible novela)


Primera parte



Diciembre

31


El tiempo se maneja a su libre arbitrio. El tiempo se come a sí mismo. El tiempo se pisa la cola. Se corta la cola. El tiempo es un animal inmenso y peludo. Asoma su cabeza por la ventana cerrada, deja restos de pelos sobre la alfombra, entre los libros, en los platos sucios. No puedo levantar la cabeza. Algo me lo impide. La noche afuera. Los respiros de la gente.

Perdí la cuenta. No sólo la cuenta. No puedo levantar la cabeza.












Segunda parte



Abril



1


Todo comienza hoy. Pero tampoco. En realidad todo comienza una tarde de febrero, frente a la pantalla de mi computador portátil. Y comienza hoy, porque, es evidente, ha sido el día en que decidí empezar un diario. Extraño soporte. Un diario de vida, una bitácora de acontecimientos para registrar algunas cosas que flotan en distintas partes de la memoria. De alguna manera la escritura de este diario, o de cualquier diario, se encarga de eliminar recuerdos. Porque perpetuar es también eliminar. Como una fotografía quitándole el aliento a un rostro. El anclaje en un registro. La negación.


Comienzo, de alguna manera, a asesinar una parte de mí.


Son las 15:45. Dejé de escribir para ir a comprar cigarros. Ahora que lo veo, en la primera entrada, que sigue siendo ésta, olvidé poner la hora. Por desgracia, no recuerdo la hora exacta en que empecé el diario. Digamos que fue alrededor de las 11. Después de prepararme un café y unas tostadas con palta. Las mismas paltas que compré hace una semana en el supermercado, las mismas que hice madurar envolviéndolas en papel de diario y dejándolas en el rincón más oscuro de la despensa.


3


Mi vecina llora. La escucho desde mi habitación. No es mi vecina, es la madre de mi vecina. La anciana tiene 91 años. La trajeron hace un par de meses. La pieza donde duerme queda frente a la mía. Sólo nos separa la pandereta y los respectivos muros de cada casa. A veces llora y a veces grita. No son gritos desgarradores; más bien parecen lamentos, o quejas. Mi vecina (la hija de la anciana) conversa con mi madre. Le dice que la anciana se caga en la alfombra y esparce la mierda por las paredes. Le dice que ya no la soporta. Mi madre cree que la hija golpea a la madre. Yo no alcanzo a escuchar golpes, sólo los gritos.


5


Hoy no he escuchado los lamentos de mi vecina. Pero estuve recordando cuándo comenzó todo. Creo que fue a mediados de febrero. El calor alcanzó temperaturas insólitas. Los diarios hablaban del calentamiento global. Los programas matutinos entrevistaban a mujeres obesas que decían que estábamos llegando al final. No sé por qué guardo esas imágenes. Los diarios publicaban fotografías de mujeres con minifaldas y escotes improvisando abanicos con folletos publicitarios. Querían dar cuenta del clima de mierda que se apoderaba de Santiago. Querían que el calor nos atacara por todas partes.


Tenía por costumbre, durante esos meses de cesantía y después de almuerzo, tomar mi bicicleta y pedalear hasta la biblioteca de la comuna para conectarme a Internet. Llevaba mi computador portátil, el mismo que utilizo ahora, para revisar mi e-mail, los diarios y hablar con gente conocida a través de sistemas chat. Visitaba blogs y buscaba información inútil hasta que daban las 19:30 hrs. y los encargados de la biblioteca nos avisaban que cerraban en 5 minutos más. Un día me conecté a Google, marqué la opción sólo Chile y escribí mi nombre. Encontré 2 coincidencias. El primero era Simón Gonzalo Soto Campos. Di un clic en el link donde aparecía su nombre. La conexión me llevó a una página creada por los familiares de Detenidos Desaparecidos. Busqué en la lista y encontré a Simón Soto. Ahí estaba su fotografía. Era un hombre delgado, con el pelo corto y una barba levemente crecida. No quise leer su biografía, ni las condiciones en las que había desaparecido.


Regresé a la página de búsqueda inicial y le di un clic al segundo Simón Soto. Simón Alejandro Soto Soto. Ex conscripto del regimiento de Valdivia. 18 años. Proveniente de Santiago. Fallecido en 1993 en extrañas circunstancias. La noticia aparecía en el portal virtual de un diario del Sur, y tenía algunos meses. Los familiares de Simón Soto Soto habían logrado que la justicia reabriera el caso. Los resultaron no fueron positivos. La misma nebulosa de siempre. Los mismos desgraciados que ocultan la información, que no quieren que se sepa lo que pasó con mi cabro, decía la madre de Simón en un apartado.


No existían otros Simón Soto. Ninguno que coincidiera con mi nombre y apellido. El primer Simón había desaparecido a mi edad, a los 28 años. Lo más probable era que estuviera muerto. El otro Simón, al momento de morir, tenía 10 años menos de los que tengo ahora. Ese sí está muerto. Enterrado y corroído por los gusanos.


Soy, según Google, el único Simón Soto con vida.


9


Hoy me desperté más temprano que los días anteriores. Las paltas, en la despensa, continúan madurando. Al desayuno me comí una. El pan era del día anterior. Lo calenté en el tostador humedeciendo la marraqueta con unas gotas de agua. No recuerdo quién me dijo que así se rescataba el pan añejo. El que haya sido, tenía razón. Apenas terminé el desayuno (las tostadas con palta, una tasa de té) me vine al computador y abrí el archivo donde escribo este diario.


Ayer escuché a la vecina. Los mismos lamentos. Me gustaría verla, pero su hija nunca la saca al patio. La anciana permanece todo el día en su habitación. Según mi madre, el comportamiento de la anciana ha mejorado. Eso le dijo la hija. Hace días que no se caga en la alfombra. No guarda la comida bajo las sábanas. No da problemas.


10


18:45. El diario ha sido el pretexto para contar una anécdota torpe e insignificante. 2 personas llevan mi nombre. Ambas están muertas. Una con total seguridad. Todo indica que la otra también. Ese día de febrero fue la primera y última vez que busqué información sobre Simón Soto. No sé si vuelva a hacerlo. No sé si este diario continúe.


18


Hace más de una semana que no escribo, desde que me fui a la playa, a la casa de un amigo en Consistorial, una comunidad privada en el Litoral Central, entre El Tabo y Las Cruces. Fuimos a despedir a un amigo que viaja a Nueva Zelandia. El computador lo dejé en Santiago. No sé por qué, pero sentí culpa cuando descubrí que abandonaría por varios días el diario. Por eso llevé un cuaderno, donde sólo anoté cosas breves e inconexas. Pensé mucho en Simón Soto Campos y Simón Soto Soto. Me voy a dormir.


Consistorial parece un centro de recreación para ex funcionarios DINA o CNI. Tiene algo de espeluznante y también playa norteamericana. Aún así, me gusta estar allí. Sobre todo por la casa de mi amigo.


Son las 11:53 y los gritos de mi vecina me despertaron. Son más fuertes que nunca. Mi mamá debe tener razón. A esa señora la golpean. Estoy casi seguro.


20


Los días en Santiago vuelven a la normalidad. El calor disminuye. Los rostros en el Metro se ven más aliviados. Casi nadie me escribe. Hablo con poca gente a través del chat. Apenas veo a mi padre. Salgo poco. Mi madre sólo me dirige la palabra para avisarme que el almuerzo está listo. No veo por qué alguien como yo habría de llevar un diario. ¿Qué voy a contar? ¿A quién?


Me quedan sólo 2 paltas en la despensa. La anciana sigue emitiendo esos extraños lamentos. Esta será la última entrada del diario. Sólo ha sido pérdida de tiempo.


Mayo



1


Sobre Simón Gonzalo Soto Campos:
Nació en Santiago de Chile en 1950. Vivió toda su vida en la comuna de Macul. Ingresó a la Escuela de Artes y Oficios en 1968 a la carrera de Ingeniería Civil en Electricidad. Tempranamente comenzó a militar en el Partido Comunista. Su inclinación por los temas sociales, cuentan sus padres, se manifestaba ya desde los años del colegio, donde siempre integró agrupaciones de ayuda a personas de escasos recursos y humanitaria en general. Sus compañeros de aquella época lo describen como un muchacho de aguda inteligencia, solidario y con claras condiciones de liderazgo. Fue presidente de curso en varias ocasiones. A pesar de su activa militancia en el partido, sus notas en la carrera siempre fueron altas. Apoyó con fervor la postulación a la presidencia de Salvador Allende. La última vez que sus padres lo vieron fue la mañana del 11 de septiembre. Simón salió alrededor de las 7 y media rumbo a la universidad. A las 9 llamó a su madre para avisarle que tal vez tendría que quedarse un rato más del previsto en la Universidad. Su madre le dijo que el día estaba raro, que tenía una corazonada. Simón le dijo que no se preocupara, que iba a hacer todo lo posible para llegar a almorzar. Fue detenido a las 3 de la tarde por los militares. Uno de sus compañeros que salvó con vida cuenta que Simón recibió un culatazo en la nariz al defender a una compañera que era maniatada con violencia por 2 militares. Se lo llevaron en un camión con varios dirigentes de la universidad. Eso sale en la ficha que en febrero no quise leer. Tal vez nunca debí haberla leído.


3


Este fue el mail que envié ayer a la dirección de correo electrónico de contacto que aparecía en la página de Detenidos Desaparecidos.


Estimados señores:

Mis más cordiales saludos y todo mi respeto por la invaluable labor que realizan por la memoria del país. Les escribo por un motivo que probablemente les parecerá extraño. Necesito contactarme con los familiares de Simón Gonzalo Soto Campos.



Sin otro particular, y agradeciéndoles de antemano, se despide atentamente;



Simón Soto A.



¿Fui muy escueto? ¿Fui muy breve? Tal vez. Pero no sabía qué más escribir. Entiendo lo poco válidos que son mis motivos para ubicar a los padres de Simón Soto Campos. Ni yo sé por qué estoy haciendo esto.


Otra vez los gritos de la anciana del lado.


4


En mi casa no tengo Internet. Por eso voy todos los días a la biblioteca. Son las 8:40 y escucho cómo los autos suben a toda velocidad por Simón Bolívar. Hace tiempo que no chocan en la esquina. Debe ser por los semáforos que instalaron en las intersecciones de esta calle con Monseñor Edward y con Santa Rita. Curioso; pero acabo de notar las connotaciones religiosas de ambas calles.


Estoy ansioso por recibir el correo de la página de Detenidos Desaparecidos. Puede ser que derivaran el correo directamente a los padres de Simón. Quizás alguien encuentre que lo que estoy haciendo es puro morbo. Que no tiene pies ni cabeza. Yo opino lo mismo. Ni siquiera sé qué voy a decirles. Quería ir ahora mismo a la biblioteca, estar ahí apenas abrieran, pero creo que esperaré a la tarde. Podría ser incluso mañana. Hoy no tengo muchas ganas de salir ni de escribir ni de dedicarme a alguna actividad específica.


A las 17:00 hrs. Me contestaron. Estoy en la biblioteca y recibí hace 5 minutos el correo. Me agradecen por contactarme con ellos. Dicen que en general mantienen un activo contacto con los familiares de todos los Detenidos Desaparecidos, pero que los padres de Simón se alejaron hace años del grupo. Intentarán ponerse en contacto con ellos. Me avisarán a la brevedad. No hay ninguna mención al alcance de nombre. Mejor así.


9


La primera lluvia del año.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Los neofachos


Están por todas partes. No sé si se reproducen con mayor rapidez que el resto o hay muchos impostores dando vueltas por ahí. Yo creo que no, que no hay impostores dispuesto a hacerse pasar por esto. En mi vida laboral y a veces social he tenido que tratar con muchos. Y gracias a eso he podido identificar ciertas variables que los definen, que los delinean. Nacieron en comunas emblemáticas para la clase media-media chilena. Vivieron sus años de infancia en una homogénea villa de La Florida o Maipú. Sus casas no tenían bibliotecas, pero sí un televisor grande en el living. La familia se reunía en la noche a ver a Raúl Matas o César Antonio Santis en el estelar de Moda. Los sábados, los sábados por supuesto pertenecían a don Francisco. El padre, un hombre tranquilo y trabajador, juntó dinero para, primero, comprarse un auto usado y luego, cuando los tiempos mejoraron, cuando Chile se empezaba a convertir en el Jaguar de Latinoamérica (y por qué no del mundo, pensaba el padre), un bonito Toyota comprado en 32 cuotas. El auto, de pronto, se convirtió en la actividad padre-hijo. Cada sábado en la mañana los dos hombres de la casa se levantaban y lavaban la joyita de la familia, ahí, el plena vereda, en parte por comodidad y en parte, y no menos importante, para mostrarle a los vecinos que a ellos les ha ido bien, que están triunfando de a poquito, que ya son propietarios de un auto 0 kilómetro.

Crecieron viendo mucha televisión y aprendieron a manejar a los 11 ó 12 años. Asistían sagradamente al entrenamiento de fútbol, y seguían los campeonatos nacionales e internacionales por la televisión por cable, que el padre de familia, mucho más establecido a estas alturas, pagaría cada mes. Eran fan de Marcelo Ríos, y se sintieron identificados cuando el tenista dijo que no estaba ni ahí. Ellos tampoco estaban ni ahí, aunque se sentían parte de una familia, y ya vislumbraban que el futuro, para ellos, estaba en la ingeniería comercial, en formar una familia (ojalá muy parecida a las que los había visto crecer), en establecerse y repetir los ritos que alguna vez papá hizo con ellos. En los años que ya dejaban de ser adolescentes y se aprestaban a ser unos jóvenes ejemplares comenzaron a ir a discotecas. No les importaba el volumen ensordecedor de la música desechable, ni el mal gusto de las decoraciones, ni el humo de cigarros Light mezclado con el aroma del sudor; sólo les importaba ir a conocer mujeres tan parecidas a ellos, chicas de clase media-media que pasaban los fines de semana en el mall observando con envidia las vitrinas, asistiendo al cine para ver una comedia romántica, esperando encontrar un novio como los tipos que veían en las discotecas, vestido con ropa de mall, tipos que podrían presentar en casa y que les ofrecerían un futuro seguro.

Hoy hablan de Piñera. Hoy están orgullosos de lo que han logrado. Para ellos, los libros son una pérdida de tiempo. En los happy hours putean contra los comunistas (aunque nunca han visto un ejemplar del Manifiesto) y proclaman a viva voz que Piñera lo hará bien, que llegarán al gobierno las personas que manejan el dinero. Hoy tienen un vehículo último modelo. Hoy no tienen problemas en ir a bailar reggeton. Hoy tienen en sus casas un televisor plasma de 40 pulgadas. Hoy visten con pantalones Dockers y poleras con cuello en V. Hoy piensan en casarse con la misma chica que conocieron hace 7 u 8 años en la discoteca; por la iglesia por supuesto, y con la novia de blanco. Tienen un trabajo estable, pero piensan continuamente en independizarse. Pronuncian mucho la palabra emprendedor. También la palabra PYME. Y así se ven: en unos años más dueños de su propia empresa. Viviendo en Las Condes, Vitacura o Lo Barnechea. Orgullosos de sí mismos. Orgullosos de ser neofachos.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una noche con Lorraine Bracco


Anoche soñé que hacía el amor con Lorraine Bracco.
Teníamos sexo muchas veces, y en variadas posiciones. Lorraine vivía en un departamento moderno construido en alguna comuna inclasificable de Santiago de Chile.
Las horas, en ese departamento, parecían tener sus propias reglas; se movían, tal vez, a su libre arbitrio. Una hora podía durar 115 minutos o sólo 3. Los dictámenes del espacio-tiempo, creí en algún momento, cambiaban según los ocultos giros de mi mente.
En mi mente se agrupaban todos los diversos estadios síquicos de un hombre: emociones, sentimientos, pensamientos, impulsos, fobias.
Lorraine Bracco se veía como en las primeras temporadas de la serie Los Sopranos.
No recuerdo cómo llegábamos al coito. Sí recuerdo cuando Lorraine se desnudó. Su cuerpo tenía un leve bronceado, un bronceado provocado por la exposición a la luz del sol, un bronceado que jamás podría lograrse por medios artificiales.
Las primeras posiciones eran usuales. A medida que nos adentrábamos en los placeres de la carne, Lorraine me exigía más cosas.
Sus ojos verdes (o azules) buscando los míos como un espejo. Pequeños jadeos que aumentaban en intensidad.
Cada vez que hacíamos el amor parecía que era sólo parte de otro polvo, uno más grande, uno enorme, uno que los agrupaba a todos los demás. El clímax de ese polvo era cuando Lorraine Bracco me daba la espalda y me pedía casi a gritos (unos gritos que más parecían susurros, unos gritos que más parecían la imploración de una adolescente ansiosa) que la penetrara por el ano. Lorraine Bracco debe hacer gimnasia, pensé. Podía cambiar de posición con fluidez, sin ningún problema. Antes de penetrarla me dediqué a observar su ano. Un orificio perfectamente oscuro. Una cavidad con el tamaño preciso. Un ano antecedido por unas nalgas lisas y firmes, igualmente bronceadas que el resto del cuerpo.
Lo último que recuerdo es mi pene introduciéndose en el ano de Lorraine Bracco.

Despertar fue como empezar a soñar.