sábado, 21 de noviembre de 2009

El comienzo de una novela (de una posible novela)


Primera parte



Diciembre

31


El tiempo se maneja a su libre arbitrio. El tiempo se come a sí mismo. El tiempo se pisa la cola. Se corta la cola. El tiempo es un animal inmenso y peludo. Asoma su cabeza por la ventana cerrada, deja restos de pelos sobre la alfombra, entre los libros, en los platos sucios. No puedo levantar la cabeza. Algo me lo impide. La noche afuera. Los respiros de la gente.

Perdí la cuenta. No sólo la cuenta. No puedo levantar la cabeza.












Segunda parte



Abril



1


Todo comienza hoy. Pero tampoco. En realidad todo comienza una tarde de febrero, frente a la pantalla de mi computador portátil. Y comienza hoy, porque, es evidente, ha sido el día en que decidí empezar un diario. Extraño soporte. Un diario de vida, una bitácora de acontecimientos para registrar algunas cosas que flotan en distintas partes de la memoria. De alguna manera la escritura de este diario, o de cualquier diario, se encarga de eliminar recuerdos. Porque perpetuar es también eliminar. Como una fotografía quitándole el aliento a un rostro. El anclaje en un registro. La negación.


Comienzo, de alguna manera, a asesinar una parte de mí.


Son las 15:45. Dejé de escribir para ir a comprar cigarros. Ahora que lo veo, en la primera entrada, que sigue siendo ésta, olvidé poner la hora. Por desgracia, no recuerdo la hora exacta en que empecé el diario. Digamos que fue alrededor de las 11. Después de prepararme un café y unas tostadas con palta. Las mismas paltas que compré hace una semana en el supermercado, las mismas que hice madurar envolviéndolas en papel de diario y dejándolas en el rincón más oscuro de la despensa.


3


Mi vecina llora. La escucho desde mi habitación. No es mi vecina, es la madre de mi vecina. La anciana tiene 91 años. La trajeron hace un par de meses. La pieza donde duerme queda frente a la mía. Sólo nos separa la pandereta y los respectivos muros de cada casa. A veces llora y a veces grita. No son gritos desgarradores; más bien parecen lamentos, o quejas. Mi vecina (la hija de la anciana) conversa con mi madre. Le dice que la anciana se caga en la alfombra y esparce la mierda por las paredes. Le dice que ya no la soporta. Mi madre cree que la hija golpea a la madre. Yo no alcanzo a escuchar golpes, sólo los gritos.


5


Hoy no he escuchado los lamentos de mi vecina. Pero estuve recordando cuándo comenzó todo. Creo que fue a mediados de febrero. El calor alcanzó temperaturas insólitas. Los diarios hablaban del calentamiento global. Los programas matutinos entrevistaban a mujeres obesas que decían que estábamos llegando al final. No sé por qué guardo esas imágenes. Los diarios publicaban fotografías de mujeres con minifaldas y escotes improvisando abanicos con folletos publicitarios. Querían dar cuenta del clima de mierda que se apoderaba de Santiago. Querían que el calor nos atacara por todas partes.


Tenía por costumbre, durante esos meses de cesantía y después de almuerzo, tomar mi bicicleta y pedalear hasta la biblioteca de la comuna para conectarme a Internet. Llevaba mi computador portátil, el mismo que utilizo ahora, para revisar mi e-mail, los diarios y hablar con gente conocida a través de sistemas chat. Visitaba blogs y buscaba información inútil hasta que daban las 19:30 hrs. y los encargados de la biblioteca nos avisaban que cerraban en 5 minutos más. Un día me conecté a Google, marqué la opción sólo Chile y escribí mi nombre. Encontré 2 coincidencias. El primero era Simón Gonzalo Soto Campos. Di un clic en el link donde aparecía su nombre. La conexión me llevó a una página creada por los familiares de Detenidos Desaparecidos. Busqué en la lista y encontré a Simón Soto. Ahí estaba su fotografía. Era un hombre delgado, con el pelo corto y una barba levemente crecida. No quise leer su biografía, ni las condiciones en las que había desaparecido.


Regresé a la página de búsqueda inicial y le di un clic al segundo Simón Soto. Simón Alejandro Soto Soto. Ex conscripto del regimiento de Valdivia. 18 años. Proveniente de Santiago. Fallecido en 1993 en extrañas circunstancias. La noticia aparecía en el portal virtual de un diario del Sur, y tenía algunos meses. Los familiares de Simón Soto Soto habían logrado que la justicia reabriera el caso. Los resultaron no fueron positivos. La misma nebulosa de siempre. Los mismos desgraciados que ocultan la información, que no quieren que se sepa lo que pasó con mi cabro, decía la madre de Simón en un apartado.


No existían otros Simón Soto. Ninguno que coincidiera con mi nombre y apellido. El primer Simón había desaparecido a mi edad, a los 28 años. Lo más probable era que estuviera muerto. El otro Simón, al momento de morir, tenía 10 años menos de los que tengo ahora. Ese sí está muerto. Enterrado y corroído por los gusanos.


Soy, según Google, el único Simón Soto con vida.


9


Hoy me desperté más temprano que los días anteriores. Las paltas, en la despensa, continúan madurando. Al desayuno me comí una. El pan era del día anterior. Lo calenté en el tostador humedeciendo la marraqueta con unas gotas de agua. No recuerdo quién me dijo que así se rescataba el pan añejo. El que haya sido, tenía razón. Apenas terminé el desayuno (las tostadas con palta, una tasa de té) me vine al computador y abrí el archivo donde escribo este diario.


Ayer escuché a la vecina. Los mismos lamentos. Me gustaría verla, pero su hija nunca la saca al patio. La anciana permanece todo el día en su habitación. Según mi madre, el comportamiento de la anciana ha mejorado. Eso le dijo la hija. Hace días que no se caga en la alfombra. No guarda la comida bajo las sábanas. No da problemas.


10


18:45. El diario ha sido el pretexto para contar una anécdota torpe e insignificante. 2 personas llevan mi nombre. Ambas están muertas. Una con total seguridad. Todo indica que la otra también. Ese día de febrero fue la primera y última vez que busqué información sobre Simón Soto. No sé si vuelva a hacerlo. No sé si este diario continúe.


18


Hace más de una semana que no escribo, desde que me fui a la playa, a la casa de un amigo en Consistorial, una comunidad privada en el Litoral Central, entre El Tabo y Las Cruces. Fuimos a despedir a un amigo que viaja a Nueva Zelandia. El computador lo dejé en Santiago. No sé por qué, pero sentí culpa cuando descubrí que abandonaría por varios días el diario. Por eso llevé un cuaderno, donde sólo anoté cosas breves e inconexas. Pensé mucho en Simón Soto Campos y Simón Soto Soto. Me voy a dormir.


Consistorial parece un centro de recreación para ex funcionarios DINA o CNI. Tiene algo de espeluznante y también playa norteamericana. Aún así, me gusta estar allí. Sobre todo por la casa de mi amigo.


Son las 11:53 y los gritos de mi vecina me despertaron. Son más fuertes que nunca. Mi mamá debe tener razón. A esa señora la golpean. Estoy casi seguro.


20


Los días en Santiago vuelven a la normalidad. El calor disminuye. Los rostros en el Metro se ven más aliviados. Casi nadie me escribe. Hablo con poca gente a través del chat. Apenas veo a mi padre. Salgo poco. Mi madre sólo me dirige la palabra para avisarme que el almuerzo está listo. No veo por qué alguien como yo habría de llevar un diario. ¿Qué voy a contar? ¿A quién?


Me quedan sólo 2 paltas en la despensa. La anciana sigue emitiendo esos extraños lamentos. Esta será la última entrada del diario. Sólo ha sido pérdida de tiempo.


Mayo



1


Sobre Simón Gonzalo Soto Campos:
Nació en Santiago de Chile en 1950. Vivió toda su vida en la comuna de Macul. Ingresó a la Escuela de Artes y Oficios en 1968 a la carrera de Ingeniería Civil en Electricidad. Tempranamente comenzó a militar en el Partido Comunista. Su inclinación por los temas sociales, cuentan sus padres, se manifestaba ya desde los años del colegio, donde siempre integró agrupaciones de ayuda a personas de escasos recursos y humanitaria en general. Sus compañeros de aquella época lo describen como un muchacho de aguda inteligencia, solidario y con claras condiciones de liderazgo. Fue presidente de curso en varias ocasiones. A pesar de su activa militancia en el partido, sus notas en la carrera siempre fueron altas. Apoyó con fervor la postulación a la presidencia de Salvador Allende. La última vez que sus padres lo vieron fue la mañana del 11 de septiembre. Simón salió alrededor de las 7 y media rumbo a la universidad. A las 9 llamó a su madre para avisarle que tal vez tendría que quedarse un rato más del previsto en la Universidad. Su madre le dijo que el día estaba raro, que tenía una corazonada. Simón le dijo que no se preocupara, que iba a hacer todo lo posible para llegar a almorzar. Fue detenido a las 3 de la tarde por los militares. Uno de sus compañeros que salvó con vida cuenta que Simón recibió un culatazo en la nariz al defender a una compañera que era maniatada con violencia por 2 militares. Se lo llevaron en un camión con varios dirigentes de la universidad. Eso sale en la ficha que en febrero no quise leer. Tal vez nunca debí haberla leído.


3


Este fue el mail que envié ayer a la dirección de correo electrónico de contacto que aparecía en la página de Detenidos Desaparecidos.


Estimados señores:

Mis más cordiales saludos y todo mi respeto por la invaluable labor que realizan por la memoria del país. Les escribo por un motivo que probablemente les parecerá extraño. Necesito contactarme con los familiares de Simón Gonzalo Soto Campos.



Sin otro particular, y agradeciéndoles de antemano, se despide atentamente;



Simón Soto A.



¿Fui muy escueto? ¿Fui muy breve? Tal vez. Pero no sabía qué más escribir. Entiendo lo poco válidos que son mis motivos para ubicar a los padres de Simón Soto Campos. Ni yo sé por qué estoy haciendo esto.


Otra vez los gritos de la anciana del lado.


4


En mi casa no tengo Internet. Por eso voy todos los días a la biblioteca. Son las 8:40 y escucho cómo los autos suben a toda velocidad por Simón Bolívar. Hace tiempo que no chocan en la esquina. Debe ser por los semáforos que instalaron en las intersecciones de esta calle con Monseñor Edward y con Santa Rita. Curioso; pero acabo de notar las connotaciones religiosas de ambas calles.


Estoy ansioso por recibir el correo de la página de Detenidos Desaparecidos. Puede ser que derivaran el correo directamente a los padres de Simón. Quizás alguien encuentre que lo que estoy haciendo es puro morbo. Que no tiene pies ni cabeza. Yo opino lo mismo. Ni siquiera sé qué voy a decirles. Quería ir ahora mismo a la biblioteca, estar ahí apenas abrieran, pero creo que esperaré a la tarde. Podría ser incluso mañana. Hoy no tengo muchas ganas de salir ni de escribir ni de dedicarme a alguna actividad específica.


A las 17:00 hrs. Me contestaron. Estoy en la biblioteca y recibí hace 5 minutos el correo. Me agradecen por contactarme con ellos. Dicen que en general mantienen un activo contacto con los familiares de todos los Detenidos Desaparecidos, pero que los padres de Simón se alejaron hace años del grupo. Intentarán ponerse en contacto con ellos. Me avisarán a la brevedad. No hay ninguna mención al alcance de nombre. Mejor así.


9


La primera lluvia del año.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Los neofachos


Están por todas partes. No sé si se reproducen con mayor rapidez que el resto o hay muchos impostores dando vueltas por ahí. Yo creo que no, que no hay impostores dispuesto a hacerse pasar por esto. En mi vida laboral y a veces social he tenido que tratar con muchos. Y gracias a eso he podido identificar ciertas variables que los definen, que los delinean. Nacieron en comunas emblemáticas para la clase media-media chilena. Vivieron sus años de infancia en una homogénea villa de La Florida o Maipú. Sus casas no tenían bibliotecas, pero sí un televisor grande en el living. La familia se reunía en la noche a ver a Raúl Matas o César Antonio Santis en el estelar de Moda. Los sábados, los sábados por supuesto pertenecían a don Francisco. El padre, un hombre tranquilo y trabajador, juntó dinero para, primero, comprarse un auto usado y luego, cuando los tiempos mejoraron, cuando Chile se empezaba a convertir en el Jaguar de Latinoamérica (y por qué no del mundo, pensaba el padre), un bonito Toyota comprado en 32 cuotas. El auto, de pronto, se convirtió en la actividad padre-hijo. Cada sábado en la mañana los dos hombres de la casa se levantaban y lavaban la joyita de la familia, ahí, el plena vereda, en parte por comodidad y en parte, y no menos importante, para mostrarle a los vecinos que a ellos les ha ido bien, que están triunfando de a poquito, que ya son propietarios de un auto 0 kilómetro.

Crecieron viendo mucha televisión y aprendieron a manejar a los 11 ó 12 años. Asistían sagradamente al entrenamiento de fútbol, y seguían los campeonatos nacionales e internacionales por la televisión por cable, que el padre de familia, mucho más establecido a estas alturas, pagaría cada mes. Eran fan de Marcelo Ríos, y se sintieron identificados cuando el tenista dijo que no estaba ni ahí. Ellos tampoco estaban ni ahí, aunque se sentían parte de una familia, y ya vislumbraban que el futuro, para ellos, estaba en la ingeniería comercial, en formar una familia (ojalá muy parecida a las que los había visto crecer), en establecerse y repetir los ritos que alguna vez papá hizo con ellos. En los años que ya dejaban de ser adolescentes y se aprestaban a ser unos jóvenes ejemplares comenzaron a ir a discotecas. No les importaba el volumen ensordecedor de la música desechable, ni el mal gusto de las decoraciones, ni el humo de cigarros Light mezclado con el aroma del sudor; sólo les importaba ir a conocer mujeres tan parecidas a ellos, chicas de clase media-media que pasaban los fines de semana en el mall observando con envidia las vitrinas, asistiendo al cine para ver una comedia romántica, esperando encontrar un novio como los tipos que veían en las discotecas, vestido con ropa de mall, tipos que podrían presentar en casa y que les ofrecerían un futuro seguro.

Hoy hablan de Piñera. Hoy están orgullosos de lo que han logrado. Para ellos, los libros son una pérdida de tiempo. En los happy hours putean contra los comunistas (aunque nunca han visto un ejemplar del Manifiesto) y proclaman a viva voz que Piñera lo hará bien, que llegarán al gobierno las personas que manejan el dinero. Hoy tienen un vehículo último modelo. Hoy no tienen problemas en ir a bailar reggeton. Hoy tienen en sus casas un televisor plasma de 40 pulgadas. Hoy visten con pantalones Dockers y poleras con cuello en V. Hoy piensan en casarse con la misma chica que conocieron hace 7 u 8 años en la discoteca; por la iglesia por supuesto, y con la novia de blanco. Tienen un trabajo estable, pero piensan continuamente en independizarse. Pronuncian mucho la palabra emprendedor. También la palabra PYME. Y así se ven: en unos años más dueños de su propia empresa. Viviendo en Las Condes, Vitacura o Lo Barnechea. Orgullosos de sí mismos. Orgullosos de ser neofachos.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una noche con Lorraine Bracco


Anoche soñé que hacía el amor con Lorraine Bracco.
Teníamos sexo muchas veces, y en variadas posiciones. Lorraine vivía en un departamento moderno construido en alguna comuna inclasificable de Santiago de Chile.
Las horas, en ese departamento, parecían tener sus propias reglas; se movían, tal vez, a su libre arbitrio. Una hora podía durar 115 minutos o sólo 3. Los dictámenes del espacio-tiempo, creí en algún momento, cambiaban según los ocultos giros de mi mente.
En mi mente se agrupaban todos los diversos estadios síquicos de un hombre: emociones, sentimientos, pensamientos, impulsos, fobias.
Lorraine Bracco se veía como en las primeras temporadas de la serie Los Sopranos.
No recuerdo cómo llegábamos al coito. Sí recuerdo cuando Lorraine se desnudó. Su cuerpo tenía un leve bronceado, un bronceado provocado por la exposición a la luz del sol, un bronceado que jamás podría lograrse por medios artificiales.
Las primeras posiciones eran usuales. A medida que nos adentrábamos en los placeres de la carne, Lorraine me exigía más cosas.
Sus ojos verdes (o azules) buscando los míos como un espejo. Pequeños jadeos que aumentaban en intensidad.
Cada vez que hacíamos el amor parecía que era sólo parte de otro polvo, uno más grande, uno enorme, uno que los agrupaba a todos los demás. El clímax de ese polvo era cuando Lorraine Bracco me daba la espalda y me pedía casi a gritos (unos gritos que más parecían susurros, unos gritos que más parecían la imploración de una adolescente ansiosa) que la penetrara por el ano. Lorraine Bracco debe hacer gimnasia, pensé. Podía cambiar de posición con fluidez, sin ningún problema. Antes de penetrarla me dediqué a observar su ano. Un orificio perfectamente oscuro. Una cavidad con el tamaño preciso. Un ano antecedido por unas nalgas lisas y firmes, igualmente bronceadas que el resto del cuerpo.
Lo último que recuerdo es mi pene introduciéndose en el ano de Lorraine Bracco.

Despertar fue como empezar a soñar.

Héroes

"We can be heroes
Just for one day"
David Bowie


Antes de morir, su madre le dijo quién era su padre.

Su madre era uruguaya. Llevaba muchos años en Chile. A él lo había tenido en este país, que se acostumbró a llamar mi país. Mi patria. Y lo repetía a todos: soy chilena, aún con un dejo del acento de Uruguay. Nadie, por supuesto, cuestionaba sus orígenes. Ella habría hablado feliz, pero nunca se le presentó la oportunidad.

Los primeros recuerdos que guarda tienen que ver con carreteras. Con viajes, él y su madre caminando por la Panamericana o por la Carretera Austral, ella levantando el pulgar bajo el sol, bajo la lluvia, a veces avanzando entre la neblina una fría mañana de invierno. Se internaban por caminos de tierra desolados. Le gustaba observar los árboles, el verde oscuro contrastando con la imagen de la cordillera, y la cordillera quebrando el cielo. De pronto, invadiendo el paisaje, aparecía una reja de madera y alambres de púas que protegía un terreno extenso. En ocasiones se encontraban con casas perdidas entre la maleza, donde una anciana acompañada por una manada de perros salía a recibirlos y los invitaba a pasar la noche, o tal vez algunos días. Los hornos de barro y el pan humeante en las mañanas. Su madre inclinada sobre un cuaderno viejo, escribiendo hasta la madrugada junto a una taza de té que rellenaba a ratos. Las velas y una radio de auto alimentada por una batería vieja. La carretera de nuevo y camiones gigantescos que los llevaban hasta Puerto Montt. Otra de las cosas que recuerda con entusiasmo y un dejo de nostalgia es el viento pegándole en la cara cuando cruzaban en Ferry hasta Chiloé. El agua, el sonido constante de los motores de la embarcación, los buses y entremedio vehículos más pequeños y camionetas manchadas de barro. Los crucifijos colgando del espejo retrovisor. Los escapularios, los autos en miniatura y las imágenes del Padre Hurtado. O de Sor Teresita de Los Andes. Siempre bailando a un ritmo impredecible bajo los retrovisores nebulosos. Los pueblos difuminados por la lluvia, las iglesias de madera, las casas encumbrándose sobre el agua. Construcciones de madera: rojas, amarillas, azules, verdes. Palafitos, esas casas se llaman palafitos, le decía su madre, y no se van a caer. La madera puede resistir 90 años bajo el agua. ¿Y cuánto tiempo llevan esas casas ahí?, preguntaba él, y su madre le respondía que no sabía, pero que sin duda llevaban menos de 90 años. ¿Y si llevan 70, 80, 85 años? Entonces su madre se reía, le revolvía el pelo con la mano y apuraba el paso. También hubo viajes al Norte, pero estos los evoca menos, bastante menos que los viajes al Sur.

Fue cuando cumplió 15 años. Su madre arrendó un departamento en el centro de Santiago. Pero él se había acostumbrado a los viajes, y la vida en la ciudad le parecía ajena. Vivía, como si la costumbre lo hubiera moldeado, pensando en la manera más práctica de trasladar su equipaje, que consistía en una mochila y un bolso de lana. Y los primeros días salía de su casa con la mochila y el bolso de lana. Le molestaban las micros amarillas. El smog le producía fuertes dolores de cabeza. No podía habituarse a los modos de la gente, ni a su risa, ni a los tipos con maletines caminando apurados y con gesto severo. A los pocos meses su madre le comunicó que sufría una enfermedad, que luchaba día a día, que seguiría en pie y con la frente en alto, pero que tenía que saber la verdad: tarde o temprano se iba a morir. Él la abrazó fuerte. Se quedaron así tantos minutos que esa unión de brazos y rostros parecía una foto. Una postal enviada de muy lejos.


Tu padre vive en México, le dijo ella y luego tosió fuerte. Él llenó un vaso con agua. Se lo pasó con cuidado y la ayudó a beber. Le secó el sudor de la frente con una toalla húmeda. Luego la arropó. Pensó en la cama con sábanas celestes y en el olor de la habitación. Ese aroma, pensaba, como si la carne de su madre ya empezara a descomponerse. Tú padre se llama Mario Santoro, hijo. Lo conocí en los ochenta, cuando recorrí Latinoamérica y luego Centroamérica haciendo autostop. Así lo llamábamos en esa época. Autostop. Aunque tú y yo nos acostumbramos a llamarlo hacer dedo. Fueron tiempos felices. Puedo decirte que me enamoré de tu padre. Puedo decirte, desde el fondo de mi corazón, que lo amé mucho y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que me pidiera. A ojos cerrados. Disfrutamos ese tiempo como si mañana el mundo se fuera a acabar. Nos imaginábamos (en las tardes grises del D.F.) que al día siguiente la tierra se abriría y veríamos la tempestad desde nuestras ventanas. Eso pensábamos, querido, echábamos a volar la imaginación cómo sólo pueden hacerlo los jóvenes enamorados y los locos. Eso sucede porque aún pueden ver la ilusión, que la imaginan como una carretera solitaria y rodeada de prados. Las horas perdidas en los bares, con los amigos de tu padre que también fueron mis amigos. Las rancheras sonando en todas partes. Así eran aquellos días. Descubrí que estaba embarazada cuando llevabas 3 semanas dentro de mí. No me decidía a contárselo a Mario. ¿Cómo va a reaccionar?, me preguntaba, y luego me echaba a llorar hasta quedarme dormida. Mi embarazo coincidió con un periodo de mal ánimo para Mario. Pasaba el día en silencio, caminando solo, leyendo, a veces escribiendo. Apenas le dirigía la palabra; frente a cualquier mal entendido reaccionaba con palabras y gestos violentos. Decidí irme del departamento que compartíamos. Tenía el presentimiento de que la lejanía podría ser un buen remedio. Dejamos de frecuentarnos paulatinamente, hasta que sólo nos topábamos en reuniones de amigos. El tiempo fue pasando, pero yo no me atrevía a contárselo. Entonces un día lo llamé y le dije que tenía algo importante que decirle. Qué cosa, preguntó él. Ya te dije, le respondí, algo importante. No quiero esperar, dímelo ahora. Imposible, dije con seguridad, no es algo para decir por teléfono. Dónde quieres juntarte, me preguntó. Donde siempre, respondí. A las 2 entonces. Cortó sin siquiera despedirse. Llegué 15 minutos antes. Me senté en una mesa y pedí un té de menta. A las 2 me pedí otro. A las 2 y media otro más. Y a las 3. A las 4 con 10 minutos me puse de pie y pagué la cuenta. Nunca más volví a ver a tu padre. Un mes después ya me había desecho de las pocas cosas que tenía en México. Vendí algunas y regalé el resto, libros en su mayoría. Ese fue nuestro primer viaje. Tú y yo por la carretera, saliendo de México, pasando por Centroamérica, viviendo algunos meses en la selva de la frontera de Colombia con Ecuador, trabajando como mesera en un bar del centro de Caracas, llegando a Río de Janeiro una tarde soleada, conociendo las plantaciones de Coca en Bolivia, subiendo a Machu Picchu y luego pasando hacia Chile. Naciste aquí, en Santiago. Estaba llegando el invierno y las nubes anunciaban una lluvia que en pocas horas dejaría inundada toda la ciudad. No sé si te acuerdas de nuestros primeros viajes por Chile. Imposible no acordarse, cada paraje distinto del anterior pero igual de hermoso. Volví a saber de tu padre en un pueblo llamado Combarbalá. Estábamos de paso por ahí. Aún no decidía si seguiríamos hasta San Pedro de Atacama o si regresaríamos al sur. También estaba la posibilidad de cruzar a Argentina. Fue en la entrada de un cine. El Inmortal contra La Bestia Roja. Una película mexicana actuada por personajes de la lucha libre. Siempre las programaban en ese tipo de pueblos. Pero esta vez me llamó la atención el nombre del director, que estaba destacado en un extremo del afiche. La nueva película de Mario Santoro. Le pregunté al tipo de la taquilla si ese director era conocido. Claro que sí, me respondió. La gente sabe quién es. Por eso sale destacado su nombre, atrae mucho público. Al principio pensé que era sólo un alcance de nombre, pero de vuelta a Santiago lo primero que hice fue investigar. Busqué en la biblioteca, en periódicos de años anteriores, en revistas de espectáculos. Era él. Tu padre. Cada vez que veía una de sus películas en cartelera entraba al cine. Nunca te llevé, no sé por qué. Cuando supe que me iba a morir comencé a buscar datos sobre el paradero de Mario. En el cajón de mi velador encontrarás su dirección y un mapa para que puedas llegar hasta su casa. Vive en un rancho en las afueras del D.F. Puedes ir a verlo u olvidarte para siempre de él. Eso es decisión tuya. Creo que he cumplido con contarte esta parte de la historia, hijo.


Enterró a su madre un martes por la mañana. Llovía de manera intermitente y lo acompañaban el cura, la vecina del departamento contiguo y dos hombres que iban cubriendo el ataúd a paladas lentas, con la tierra húmeda que emitía un sonido grave al dar contra la madera. La semana siguiente estuvo como un insomne caminando por las calles del centro. A veces sin motivo alguno se subía al Metro para llegar hasta Estación Los Leones, donde se bajaba a recorrer las librerías del sector. Un día compró un libro de un autor japonés que desconocía por completo (en realidad los autores que conocía y que había leído podía contarlos con los dedos de las manos). Fue hasta el Parque de las Esculturas y estuvo leyendo acostado en el pasto hasta que la llegada de la noche le impidió continuar. Avanzó muchas páginas, tantas que estuvo a punto de terminarlo. Tomó una micro hasta Irarrázaval y entró a un bar con decoración de restorán de comida rápida. Se sentó en una mesa apartada, pidió una cerveza y no se paró hasta llegar a la última página. El ruido del lugar se ponía en sintonía con su lectura. Pensó en la banda sonora de una película. Pensó también en las imágenes del libro. Unos hermanos visitando en el campo su casa de infancia. Uno de ellos junto a su esposa. Tardes de lluvia. Niños defecando en medio de un camino frente a un autobús. Una mujer obesa, su esposo y sus hijos; ella viendo su propio cuerpo desbordarse, creciendo, aumentando de volumen con el paso de los años. Un equipo de fútbol. Un hombre viviendo en un subterráneo. Más imágenes de una provincia japonesa peligrosamente parecida al campo chileno. Un hombre ahorcado. Un suicida pintado de rojo y con un pepino en el ano. Vio a su alrededor a un grupo de adolescentes con el pelo rubio y azul y rosado. Niñas con el rostro atravesado por pendientes de distintos tamaños. Le costó distinguir si uno(a) era hombre o mujer. Observó en otra mesa a una chica con el pelo ondulado que compartía una cerveza con un tipo. Ese huevón debe tener mi edad, pensó. Le gustó la chica. Pidió un pisco con Coca-Cola, luego otro. Se quedó hasta que cerraron. Al día siguiente, al despertarse, sintió un leve dolor de cabeza. Abrió por primera vez en una semana la habitación de su madre. Ordenó toda su ropa en cajas. Llamó a una fundación benéfica. Al mediodía fue a dejar las cajas, después fue hasta la oficina de una línea aérea en Providencia y compró un pasaje a México.


Las únicas cosas de su madre que guardó fueron los libros más importantes para ella. Desde que se instalaron definitivamente en el departamento en Santiago, su madre fue armando una pequeña biblioteca, que con el correr de los años fue aumentando de tamaño, hasta convertirse en una sencilla pero bien nutrida colección de libros. Antes de partir a México se deshizo de varios, pero se dejó para él los que su madre más quería. Le regaló varios volúmenes a la vecina. El resto se los vendió por un bajo precio a un conocido. Era la primera vez que viajaba en avión. El momento previo al despegue, con ese paseo mínimo por la pista, fue lo que más lo puso nervioso. Miraba a través de la ventana los últimos paisajes de Santiago. La ciudad le parecía tan distinta desde el aire. No sabía cuál era esa diferencia, pero la sentía alojada dentro de él. Durante el viaje se tomó tantos whiskys como pudo. Intentaba disimular su borrachera manteniendo la mirada en un punto del asiento que tenía adelante, pero sus esfuerzos eran vanos. Nadie se había dado cuenta de que estaba ebrio. Y nadie se daría. La azafata lo despertó en México. Hemos llegado señor, al Distrito Federal. Se puso de pie aún somnoliento. Recogió su equipaje (que constaba de su mochila y el bolso de lana) y caminó hasta el primer bar que encontró. El lugar estaba casi en penumbras. En la televisión estaban transmitiendo una película de zombies. Le gustó la imagen deslavada. Los protagonistas hablaban con acento mexicano. Se preguntó si sería una traducción de la cinta original o si efectivamente era una película mexicana. La gente que a esa hora estaba en el bar observaba la televisión como si estuviesen hipnotizados. Los personajes escapaban por un terreno lleno de cactus. Se arrastraban por la tierra seca. Se escondían tras los arbustos esqueléticos que aún sobrevivían en ese escenario apócrifo. Los zombies devoraban brazos de látex rellenos con carne molida. Se sentó en la barra sin dejar de mirar la televisión. Pidió carne asada con papas fritas y una cerveza. Se dedicó a ver la película. Los zombies se alimentaban de un tórax abierto mientras él cortaba la carne y dejaba caer Ketchup sobre las papas fritas. Sacó el papel que le había dejado su madre. Lo observó un momento. Se lo pasó al hombre de la barra. ¿Sabe cómo puedo llegar ahí?, preguntó. Híjole, mano, de dónde eres buey. De Chile, Santiago de Chile. Chido, dijo el hombre. Le extendió la mano. Renato Cortés, para servirle. Pancho Salvador, respondió él. Renato le indicó el camino a seguir, qué bus tomar, a qué hora estar en la estación. Quiso saber por qué iba hasta allá. Pancho le contó que iba de visita al rancho de un director de cine. Mario Santoro. ¿Mario Santoro?, dijo el tipo de la barra, volviendo a ratos la vista hacia la película de Zombies. ¿Es el pinche buey de las películas de lucha libre? Ése mismo, respondió Pancho. El tipo de la barra se quedó en silencio, limpiando un vaso y mirando de manera intermitente la película. Pancho siguió comiendo. Pidió otra cerveza. Sacó la billetera, pero el tipo de la barra negó con la cabeza. Esta va por la casa. No, por favor, dijo Pancho. Solidaridad con un hermano, chileno, le respondió el tipo de la barra. Gracias, dijo Pancho. Se terminó la cerveza mirando a un ejército de zombies avanzando por una ciudad en ruinas. Los parroquianos, como si el tiempo no hubiera pasado por allí, seguían mirando la película en la misma posición. Ni siquiera sus cervezas y tequilas habían bajado.


Esa noche la pasó en un hotel antiguo que estaba en el barrio de las putas del D.F. En la entrada se topó con un hombre gordo de unos 50 años que entró acompañado por una muchacha bajita, flaca, muy bonita y de ojos verdes. Se fijó en eso, en los ojos de la chica resaltados por la cabellera negra, lisa, que le llegaba bajo los hombros. La volvió a mirar cuando se toparon en las puertas de sus respectivas habitaciones. En la noche, mientras intentaba conciliar el sueño con un libro, escuchó a la chica y al hombre haciendo el amor. Distinguía con claridad el vaivén de la cama, los gemidos de la chica. Después los escuchó conversar sobre un viaje. Creyó oír al hombre llorar y a la chica consolarlo. Se levantó a las 8 en punto. Tomó jugo de naranjas y café para desayunar. De comer pidió huevos revueltos con tostadas. Salió hacia la estación de buses y se subió al recorrido que le había indicado el hombre de la barra en el mismo papel que le había dado su madre. El tipo había escrito con lápiz rojo. No le fue difícil encontrar el bus que lo llevaría hasta el Rancho Los Papagayos. Todos lo conocen, mano, le dijo el hombre de la barra la noche anterior, o si no, dices que vas al rancho de Mario Santoro; de todas maneras te van a dejar ahí mismito. El bus se demoró 45 minutos en llegar. Pancho fue el único que se bajó. Alguna gente lo miraba desde las ventanas del vehículo. Un niño con la boca manchada de rojo lo apuntaba riendo. Se puso la mochila al hombro y caminó hasta la entrada del rancho. Una cerca de alambre de púas delimitaba el terreno. La imagen le trajo recuerdos de sus viajes por el sur de Chile. Un portón de madera podrida cerraba el paso, pero no había ningún candado, ni cadena, ni nada que mantuviera el resguardo de la propiedad. Pancho abrió el portón y camino durante 20 minutos hasta que divisó una gran casa. Vio, junto a una piscina grande, a una chica tomando el sol con un bikini verde limón. Le llamó la atención el parecido con la niña de la noche anterior, la que estaba junto al hombre de 50 años, la que había tenido sexo con ese hombre, la que lo había consolado después de hacer el amor. Vio también a muchos hombres macizos, con la tez curtida y el torso desnudo, al sol, acarreando equipos de filmación, cámaras, cables, trípodes y un montón de elementos inclasificables que cargaban en un camión rojo. Disminuyó la velocidad de sus pasos, como si ahora de verdad sintiera que estaba en un lugar que jamás debió haber visitado. Se acercó hasta él un hombre de canas, delgado, vestido con jeans azules y una camisa a cuadros. Buenas tardes, dijo el hombre a la distancia. Buenas tardes, respondió Pancho. En qué lo podemos ayudar, joven, dijo el hombre. Busco a don Mario Santoro, respondió Pancho. No vengo como el resto de sus fans. Lo mío es distinto. Soy de Chile y llegué ayer a México. ¿Y para qué necesita a don Mario, joven? Mi padre lo conoció hace varios años, cuando estaba de visita en México, dijo. ¿Y cómo se llama su padre? Pancho se quedó en silencio. El tipo lo observaba extrañado. Salvador, respondió Pancho con la voz temblando, en un hilo. ¿Salvador cuánto? No, Salvador es el apellido. Se llama, dijo Pancho buscando algún nombre entre sus recuerdos, se llama Diego. Diego Salvador. Quizás don Mario ni siquiera lo recuerde, fue hace muchos años. Mejor no lo molesto, me voy ahora. Tranquilo, muchacho, dijo el hombre. Ahorita mismo le pregunto a don Mario. Espérame aquí. Puedes sentarte junto a la piscina. En el bar que está al lado hay de todo, saca lo que quieras. Gracias, respondió Pancho. Caminó hasta el bar, abrió un pequeño refrigerador y sacó una cerveza helada. Se la bebió sentado a la sombra, muy cerca de la chica que tomaba el sol. Ella, creía él, lo miraba a través de sus lentes de sol. Él bebía y la miraba, tímido. Algunos minutos después apareció el hombre que lo había recibido junto a otro tipo, también canoso pero con el pelo hasta los hombros y unos bigotes gruesos. Era bastante gordo y estaba vestido completamente de blanco. Ambos se acercaron a Pancho, que se puso de pie. Hola, le dijo el hombre gordo extendiéndole la mano, Mario Santoro para servirte. Pancho Salvador, respondió, extendiéndole su mano . Un gusto, hijo. Me decía Ramón que tu padre me conocía. Sí, respondió Pancho. Él estuvo en el D.F. a comienzos de los ochenta. Recorría Latinoamérica en una motocicleta. Era chileno, se llamaba Diego Salvador. Mario Santoro cerró los ojos, tapándoselos con la mano derecha. Diego, Diego, Diego, murmuraba. Diego Salvador. Sí, buey, creo que lo recuerdo. No estoy seguro, pero sí. Debe haber sido ese chavo, el chilenito. Bueno, ¿Pancho? Bueno Pancho, estás en tu casa, yo ando viendo los últimos detalles para mi nueva película, que empiezo a filmar mañana. Así que no podré ser un gran anfitrión, aunque te puedes quedar a la fiesta que haremos en la tarde. Es para augurar un buen rodaje. Elenita te puede atender. ¿Verdad güerita? La muchacha del bikini asintió con la cabeza. Mario se despidió con un abrazo y se subió a un jeep negro que estaba estacionado junto al camión rojo. Pancho los vio perderse en el camino. Se quedó algunas horas en el rancho junto a Elena. Le puso bloqueador solar en la espalda. Compartieron varias cervezas y un tequila margarita. A las 6 de la tarde anunció que se marchaba. Ella le dijo que se quedara a la fiesta. Pancho respondió que tenía cosas que hacer, pero que le gustaría ver el rodaje. Elena le dijo que estuviera a las 7 de la mañana en el rancho. De regreso en el hotel, Pancho se dio una ducha fría y estuvo sobre la cama desnudo por largo rato. Las calles del D.F. son pequeñas partes de una jaula desarmada, pensó. A las 9 bajó al comedor con mejor ánimo que los días anteriores. Se ubicó en la única mesa que no estaba reservada. Al rato se sentaron en la mesa contigua la chica de ojos verdes y el hombre de 50 años. Pancho se sintió incómodo. La chica no paraba de mirarlo. La pareja cenó en silencio. Después de la comida, Pancho se tomó dos cortos de tequila. Se retiró antes que la pareja. Esa noche durmió profundamente. Soñó que caminaba por un pueblo árido, lleno de cactus. Era el único transeúnte de esas calles secas. Al final del sueño se afirmaba de un sauce y vomitaba bilis negra. Litros y litros. Se despertó sudando. Después volvió a dormir. No tuvo más pesadillas.


Nunca entendió bien qué fue lo que sucedió a partir de ese día, pero los momentos aún siguen claros y nítidos en su memoria. El día del rodaje se levantó temprano. Llegó a las 6 y media al rancho. Mario lo recibió tan bien como el día anterior. Elena iba como copiloto en el jeep. Pancho se subió atrás. Llegaron a un gran galpón. Afuera había varias casas rodantes. Mario le presentó al Ángel y al Juez, los luchadores que protagonizaban su nueva película. El Ángel utilizaba una máscara plateada y era fornido, aunque algo panzón. El Juez era mucho más grande que El Ángel y más gordo, completamente calvo y no tenía ningún atisbo de vellos en el cuerpo. No tenía cejas. Ni pelos en el rostro. El Ángel era muy simpático. El Juez casi no hablaba y lo vio pocas veces fuera de su camarín cuando no estaban filmando. Mario le explicó que estos 2 eran las nuevas estrellas de la lucha libre mexicana. El Juez sería el antagonista, siguiendo la historia que sucedía en las luchas que transmitía cada domingo la televisión. Al día siguiente Pancho repitió la rutina: salir temprano del hotel y tomar el bus hasta el rancho de Mario. En el camino notó que Daniel, el asistente de dirección, no se sentía bien. El muchacho estaba pálido, callado, abrigado con una bufanda pese al clima. Pancho le preguntó qué le sucedía, si necesita ayuda. Daniel le respondió que no, que estaba un poco mareado, pero que muchas gracias de todas formas. Antes de comenzar a filmar la primera toma del día, Daniel se acercó a Pancho y le pidió si podía secundarlo mientras iba al baño. Le dio algunas escuetas instrucciones y desapareció. Pancho se quedó mirando para todos lados con un par de cables en la mano. Se acercó a Mario y le explicó la situación. Mario le dijo que no se preocupara, que no era una labor difícil, que posiblemente Daniel saldría del baño antes que empezaran a rodar. Pero Daniel no salió y 2 hombres del equipo tuvieron que derribar la puerta para sacar a Daniel inconsciente. Llamaron a una ambulancia y esperaron hasta que llegara. Mario llamó a un rincón a Pancho. Mira Panchito, le dijo, necesito que me ayudes en esto. Tengo a todo el equipo ocupado. No nos esperábamos esto, pero tengo que enfrentarlo y no puedo parar ni un día el rodaje. No estamos en Hollywood, ni en Europa, estamos en México filmando películas con estrellas de la lucha libre. No es necesario saber mucho para ser asistente de dirección. ¡El cabrón de Daniel antes cargaba camiones, buey! Vamos, anímate muchacho. A partir de ese día Pancho comenzó a trabajar como asistente de dirección con Mario Santoro. Los días pasaron con el ajetreo propio de una producción de cine, y Pancho ni siquiera notó cómo avanzó el tiempo. Estamos en una burbuja, pensaba al ver las escenas de acción, estamos en una burbuja llena de gas tóxico. Algunas semanas antes de que finalizara el rodaje Mario lo invitó a vivir a su rancho. Él aceptó sin problemas. A Mario le gustó mucho el trabajo de Pancho. Tanto, que lo contrató para su siguiente película, que era la continuación de la que acababan de terminar. El vuelo del Ángel se estrenó el 1 de marzo; el 3 ya era éxito de taquilla y a la semana había batido todos los récords de público de ese año en el cine mexicano. Algunos meses después comenzaba la filmación de Justicia divina, la siguiente película de Mario y que terminaba con un final atípico: El Juez capturaba a la novia del Ángel. Pese al riesgo y todo lo que eso podía traer consigo, Justicia divina superó en taquilla a El vuelo del ángel. La prensa ya hablaba de la trilogía de Mario Santoro. La expectativa de la gente crecía. Una tarde, después de ver la película en un cine del centro, se encontró con la chica de los ojos verdes en un bar. Ella se acercó hasta su mesa y le preguntó si podía sentarse. Claro, respondió él. Supongo que me recuerdas, le preguntó ella. Sí, dijo Pancho, estábamos en el mismo hotel. Y en piezas vecinas. Pancho notó que cada vez que hablaba la chica lo miraba con el ceño fruncido, con una leve sonrisa también. ¿De dónde eres?, le dijo la chica. De Chile, respondió él. La chica soltó una carcajada y tomó con la punta de los dedos un ají que estaba en la mesa de al lado. Chile, dijo con tono burlón. Chile, dijo Pancho, sonriendo. Pidieron cerveza y hablaron mucho rato. En ningún momento mencionaron al hombre de 50 años. Ella le dio el número de su teléfono celular y se despidió rápido. Me están esperando, dijo. Llámame. Te llamaré, respondió Pancho. No la llamó, pero se volvió a encontrar con ella unos meses después, en el mismo bar. Estaban en plena filmación de la nueva película de Mario, El cielo. Pancho, agobiado por las dificultades del rodaje, decidió despejar la cabeza con una cerveza. Se sentaron juntos y volvieron a hablar mucho. Ella le reprochó que no la llamara. No sabes lo que te pierdes. Me imagino en todo caso, dijo Pancho. Al día siguiente El Ángel murió cuando el Juez lo lanzó contra unas sillas desde la parte superior de una elevada jaula. Filmaban una de las últimas escenas de pelea. Nunca pudieron terminar la película, que, como suele suceder, se transformó en un mito, una leyenda que casi todos olvidarían a los pocos meses.


Pancho permaneció una temporada en el rancho. Mario resistió con entereza, pero Pancho sabía que la muerte del Ángel había sido un golpe duro para él. Después del accidente se encerró en su rancho. Pasaba las tardes caminando, o tomando el sol en la piscina junto a Elena, o leyendo, o viendo películas de La Nueva Ola Francesa, que eran sus favoritas.


Sucedió una tarde de lluvia. Mario le pidió que lo ayudara a ordenar una vieja bodega que estaba en el subterráneo. Tuvieron que forzar el candado para entrar. Pinche cabrón, decía Mario mientras luchaban contra la puerta, no sé cuándo fue la última vez que entré a esta mierda, Panchito. El lugar estaba lleno de polvo. Había muchas latas de películas. Carpetas, vestuario, pero sobre todo latas y más latas. Comenzaron a desempolvarlas. Desde afuera llegaba el sonido de las gotas contra el suelo. Pancho tomó una lata. Leyó el papel que tenía pegado. “La Uruguaya”, 1981. Miró la lata en silencio. Le preguntó a Mario de qué se trataba esa película. Mira cabrón, me había olvidado de lata. Ésta sí que es buena, chavo, dijo Mario. Armaron el proyector en otra habitación subterránea. Proyectaron la película sobre el muro. Una vieja habitación de hotel. En un plano medio aparece ella con 18 ó 20 años. Muy hermosa. Comienza a sacarse la ropa. Pancho observaba la película y luego a Mario. No sabía cómo calificar su expresión. No podía imaginarse qué pasaba por la cabeza del director. ¿Ves a esa chavita? Qué guapa era, cabrón. Fue novia mía, Panchito. Para que veas que Mario Santoro siempre ha tenido buenas mujeres, de chiquito. Su madre está desnuda, mirando fijamente a la cámara. Mario se incorpora al plano en blanco y negro. Está delgado. Tiene barba. Se saca la ropa y comienza a besar a su madre. Luego hacen el amor en varias posiciones. La película dura unos 15 minutos. Termina con Mario acabando en los pechos de su madre. Mario prendió la luz y se quedó mirando a Pancho. Bueno, muchacho, no sé qué decirte. Pancho permaneció mirando la muralla. Bebió agua de una botella y casi no parpadeó. Nada, le respondió, no tienes que decirme nada.


Se fue del rancho 2 semanas después. Quiso marcharse con la menor cantidad de cosas posibles. ¿Quieres que te acerque a algún lado?, le preguntó Mario antes de despedirse. Bueno, respondió Pancho, déjame donde quede más cerca del norte. Allá te dejo, le dijo Mario. En el camino hablaron poco. Esa semana había llovido mucho. El suelo era barro y posas por todos lados. Se detuvieron en una encrucijada. Se había formado una laguna minúscula junto al único árbol del lugar. Sabes que el rancho es tu casa, Pancho. Puedes volver cuando quieras, cabrón. Muchas gracias, respondió Pancho. Gracias por todo, Mario. Ni gracias ni nada, mano. Eres un buen muchacho, le dijo después. Se despidieron con un abrazo. Mario subió a su jeep negro y se dio la vuelta. Pancho lo observó perderse en el horizonte. Se quedó un rato de pie, mirando e intentando escuchar algo. Abrió su mochila y sacó su discman. Puso Aves Quebradas, uno de los discos de Telúrico que había traído de Chile. Se ajustó los audífonos grandes y guardó el discman. Puso play. Comenzó a caminar. Una brisa fuerte le desordenó el pelo. No se molestó en ordenárselo.

jueves, 12 de noviembre de 2009

La parte de abajo

No me gustaría vivir en una casa con subterráneo. Me aterra la idea de que algún día, debido a una lluvia o a la falla de las cañerías, el subterráneo se inundara, quedando inutilizado por un tiempo difícil de estimar. Los habitantes de la casa al comienzo se mostrarían preocupados. El padre de familia llamaría al gásfiter, el gásfiter le diría que él sólo podría arreglar las cañerías, pero primero tendrían que contratar a alguna empresa de tamaño medio para sacar el agua acumulada. Habría que hacerlo con cuidado, aseguraría el gásfiter, y la empresa debería tener equipos eléctricos con suministro autónomo: sería necesario cortar la luz, ya que se correría el riesgo de un cortocircuito. Alguien podría morir electrocutado en la faena, incluso alguien de la familia. El padre de familia agradecería los consejos del gásfiter y buscaría en Internet a las empresas que podrían encargarse de esa labor tan molesta. Los niños bajarían varias veces en el día los pocos peldaños que no quedaron bajo el agua para observar cómo flotan las cosas, iluminadas sólo por la pequeña ventana de la parte superior, en un vaivén regular, desplazándose en una dirección continua, cruzándose con otras cosas. Diarios viejos, revistas de hace diez años, juguetes, vasos en desuso, un velador, cassettes piratas de música glam y heavy metal de los ochenta, libros infantiles. Todo humedeciéndose lentamente. El padre de familia anotaría en un cuaderno con la tapa desgarrada los números de teléfono y los correos electrónicos de las empresas que encontró en Internet. Llamaría y escribiría e-mails consultando por el mejor precio. Ningún presupuesto lo convencería. La madre de los niños le expresaría, de manera sutil, su preocupación por el subterráneo inundado. Quizás al almuerzo comenzaría una conversación sobre la humedad y los efectos negativos que produce en niños y mujeres embarazadas, porque ella estaría embarazada de cuatro meses. Los niños, aventurándose un poco más, fabricarían barcos de papel con hojas cuadriculadas y los echarían a navegar en el subterráneo. La madre los retaría por usar los cuadernos de matemáticas para jugar. El padre, preocupado por no encontrar todavía a la empresa adecuada (la más barata), bajaría en las noches con una linterna para iluminar el subterráneo. Prendería un cigarro y se quedaría varios minutos observando un punto de humedad en la pared que la luz de la luna iluminaría débilmente a través de la ventana en la parte superior. Se sentaría en los primeros escalones y, primero con temor, metería los pies bajo el agua. Un escalofrío lo haría sacudirse. Prendería otro cigarro y al rato (no sabría en realidad cuánto tiempo ha pasado) volvería a la cama, habiendo antes pasado por el baño en suite para secarse con la toalla de manos los pies, actitud que si su esposa viera reprocharía de inmediato. El gásfiter haría dos o tres llamadas más para saber cómo va el problema del subterráneo. El padre de familia seguiría enviando e-mails y recibiendo respuestas con presupuestos adjuntos en formato Word y PDF, mensajes que se acumularían en la bandeja de entrada. Los niños, sin temor alguno ya, se darían largos baños en el agua del subterráneo. Jugarían a bucear, rastreando esos tesoros extraños que hablarían sólo de un pasado anodino, cotidiano, un pretérito que sólo les pertenecería a ellos y a sus padres e indirectamente a sus abuelos y tíos y a nadie más. La madre tendría sueños donde vería a sus hijos sumergirse en el agua negra. Los niños, sin crecer, tendrían vellos en el rostro y en el pecho y en las axilas. Serían pequeños hombres con el cabello largo, que harían del agua su elemento natural. La madre despertaría de esos sueños gritando, sudorosa; descubriría que su marido no está a su lado y saldría a recorrer la casa para encontrarlo a él, al hombre de la casa, sentado en la escalera, con los pies sumergidos en el agua, fumando un cigarro y con la mirada perdida en la pared. Querría gritarle, querría golpearlo y decirle qué chucha te pasa huevón, pero descubriría que ha perdido el registro del tiempo, de los días y de los meses y de los años que el subterráneo lleva siendo un pozo de agua turbia.
La mujer se quedaría en silencio, observando a su marido, y pensando en las cosas que ha perdido.