jueves, 12 de noviembre de 2009

La parte de abajo

No me gustaría vivir en una casa con subterráneo. Me aterra la idea de que algún día, debido a una lluvia o a la falla de las cañerías, el subterráneo se inundara, quedando inutilizado por un tiempo difícil de estimar. Los habitantes de la casa al comienzo se mostrarían preocupados. El padre de familia llamaría al gásfiter, el gásfiter le diría que él sólo podría arreglar las cañerías, pero primero tendrían que contratar a alguna empresa de tamaño medio para sacar el agua acumulada. Habría que hacerlo con cuidado, aseguraría el gásfiter, y la empresa debería tener equipos eléctricos con suministro autónomo: sería necesario cortar la luz, ya que se correría el riesgo de un cortocircuito. Alguien podría morir electrocutado en la faena, incluso alguien de la familia. El padre de familia agradecería los consejos del gásfiter y buscaría en Internet a las empresas que podrían encargarse de esa labor tan molesta. Los niños bajarían varias veces en el día los pocos peldaños que no quedaron bajo el agua para observar cómo flotan las cosas, iluminadas sólo por la pequeña ventana de la parte superior, en un vaivén regular, desplazándose en una dirección continua, cruzándose con otras cosas. Diarios viejos, revistas de hace diez años, juguetes, vasos en desuso, un velador, cassettes piratas de música glam y heavy metal de los ochenta, libros infantiles. Todo humedeciéndose lentamente. El padre de familia anotaría en un cuaderno con la tapa desgarrada los números de teléfono y los correos electrónicos de las empresas que encontró en Internet. Llamaría y escribiría e-mails consultando por el mejor precio. Ningún presupuesto lo convencería. La madre de los niños le expresaría, de manera sutil, su preocupación por el subterráneo inundado. Quizás al almuerzo comenzaría una conversación sobre la humedad y los efectos negativos que produce en niños y mujeres embarazadas, porque ella estaría embarazada de cuatro meses. Los niños, aventurándose un poco más, fabricarían barcos de papel con hojas cuadriculadas y los echarían a navegar en el subterráneo. La madre los retaría por usar los cuadernos de matemáticas para jugar. El padre, preocupado por no encontrar todavía a la empresa adecuada (la más barata), bajaría en las noches con una linterna para iluminar el subterráneo. Prendería un cigarro y se quedaría varios minutos observando un punto de humedad en la pared que la luz de la luna iluminaría débilmente a través de la ventana en la parte superior. Se sentaría en los primeros escalones y, primero con temor, metería los pies bajo el agua. Un escalofrío lo haría sacudirse. Prendería otro cigarro y al rato (no sabría en realidad cuánto tiempo ha pasado) volvería a la cama, habiendo antes pasado por el baño en suite para secarse con la toalla de manos los pies, actitud que si su esposa viera reprocharía de inmediato. El gásfiter haría dos o tres llamadas más para saber cómo va el problema del subterráneo. El padre de familia seguiría enviando e-mails y recibiendo respuestas con presupuestos adjuntos en formato Word y PDF, mensajes que se acumularían en la bandeja de entrada. Los niños, sin temor alguno ya, se darían largos baños en el agua del subterráneo. Jugarían a bucear, rastreando esos tesoros extraños que hablarían sólo de un pasado anodino, cotidiano, un pretérito que sólo les pertenecería a ellos y a sus padres e indirectamente a sus abuelos y tíos y a nadie más. La madre tendría sueños donde vería a sus hijos sumergirse en el agua negra. Los niños, sin crecer, tendrían vellos en el rostro y en el pecho y en las axilas. Serían pequeños hombres con el cabello largo, que harían del agua su elemento natural. La madre despertaría de esos sueños gritando, sudorosa; descubriría que su marido no está a su lado y saldría a recorrer la casa para encontrarlo a él, al hombre de la casa, sentado en la escalera, con los pies sumergidos en el agua, fumando un cigarro y con la mirada perdida en la pared. Querría gritarle, querría golpearlo y decirle qué chucha te pasa huevón, pero descubriría que ha perdido el registro del tiempo, de los días y de los meses y de los años que el subterráneo lleva siendo un pozo de agua turbia.
La mujer se quedaría en silencio, observando a su marido, y pensando en las cosas que ha perdido.

1 comentario:

  1. Nada, no lei los demas, pero este me ha gustado bastante. incluso, creo, que hasta me habria agradado mas tortura. Mas descripción. Debe ser porque vi flotando algun cassett mio por alli y sentí la antustia.
    Eso, y las epistolas c pistola cuando?
    Feña.

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